REALISMO
La democracia ciertamente no es un sistema perfecto. Todos sabemos que es inútil buscar perfección en una creación humana y más en ésta en la que además se contraponen visiones, concepciones filosóficas, e intereses distintos. Pero es el mejor que a lo largo de la historia se ha podido poner el práctica. En su debilidad está su fortaleza. A diferencia de los regímenes totalitarios que se sustentan en base a la fuerza, la presión, la delación, el premio a adeptos – reales, temerosos u oportunistas – y castigo, persecución a opositores, la democracia abre todas las puertas para el debate libre, para la crítica, en una palabra, para la libertad. Los gobiernos son elegidos por el pueblo y se suceden pacíficamente aunque tengan orientaciones diferentes. El poder no pasa de abuelos a hijos y de hijos a nietos (Corea del Norte), ni de un hermano a otro (Cuba), ni es puesto a dedo por el antecesor (Venezuela), ni esposo y esposa ocupan la presidencia y la vice respectivamente (Nicaragua). Las democracias no son dinastías disfrazadas, no tienen una verdad oficial, como dogma indiscutible e impuesto, no tienen partido único. Por supuesto que la democracia por sí misma no asegura el bienestar colectivo, ni que en su seno haya ausencia de injusticias. También existe el riesgo siempre latente de la demagogia, del uso de caminos no demasiado limpios en la lucha electoral, de los actos de corrupción; pero en cambio tiene los mecanismos para denunciarlos, juzgarlos y si se prueban castigar a los culpables. En la democracia puede existir corrupción, pero en el poder absoluto, la corrupción es absoluta, y a diferencia de aquella en el totalitarismo no hay quien pueda denunciarla ni combatirla.
¿Cuál es entonces el papel de la oposición en una democracia? En principio ejercer un eficaz y severo control de la gestión del gobierno. Exigir transparencia y estricta sujeción a lo que dispone la Constitución y las leyes, denunciar cuando tenga elementos para hacerlo, toda desviación a los principios éticos y a las normas que se deben respetar, y también proponer.
Así como los gobiernos tienen límites a los que atenerse, también los tiene la oposición. No es que el gobierno tenga todas las obligaciones y la oposición ninguna. Si partimos de la base – supongo que no demasiado ingenua – que unos y otros quieren por igual y por encima de intereses particulares o sectoriales, el bien del país, toda conducta debe estar subordinada a ese principio.
Cuando las cosas se planean como blanco o negro, sin matices; cuando el adversario ya no es alguien que piensa distinto, sino un enemigo al que hay que destrozar; cuando se trabaja sin pausa por ahondar y ensanchar diferencias hasta lograr que se hagan irreconciliables; cuando se inventan o exageran errores dándolos por ciertos sin oír explicaciones, se ingresa en un terreno que apunta a crear situaciones de las cuales luego cuesta salir. Si un gobierno se cierra en sí mismo y sólo escucha voces de apoyo e ignora las críticas bien intencionadas, no está cumpliendo su deber. Si una oposición se agazapa a la espera del menor error – real o supuesto – para hacer un circo como si fuera una grave violación a principios fundamentales, no está cumpliendo con el suyo. Una oposición bien intencionada es aquella que ayuda para que al país le vaya bien, porque si al país le va bien, a la gente le va bien, y eso es lo que en definitiva importa. No significa decir amén a todo, sino actuar con responsabilidad. Aquello de que “cuanto peor, mejor” es la expresión de la actitud más repudiable. Es como decir que la gente sufra lo más posible porque eso facilita mi acceso, por las buenas o por las malas al poder. No parece una postura muy solidaria que digamos. Si estoy en la oposición y el gobierno es bueno, debo tratar que mi propuesta sea mejor. Por otra parte siempre es mejor recibir un país encaminado que uno que está en crisis y con la población enconada y dividida. Si la esperanza se basa en debilitar al adversario para ganarle es una actitud de mediocres. No se trata de ser el menos malo, se trata de ser el mejor. Fácil de entender, difícil de verlo en la realidad.
